La cocina y yo

Mi relación con la cocina, la cocina y yo o el por qué ando siempre guisoteando y recuperando recetas o experimentando con rarezas más o menos dudosas o exotismos tanto actuales como milenarias viene a ser como la fábula aquella de Doña Necesidad que para ejemplo de superación y amor propio de vez en cuando me relataba mi abuela:

Érase pues un labriego que decidió por vez primera enviar a su hijo al mercado de la ciudad con unas mulas cargadas de las verduras y legumbres cosechadas en los últimos días. El chico asustado ante semejante responsabilidad (antes eso de la responsabilidad era algo que se tenía en cuenta) protestó de los avatares, desgracias y desaguisados que a un chaval inexperto como él podían sucederle en el camino. –No te apures hombre, que si algo llega a pasarte tu llamas fuerte a Doña Necesidad y enseguida ella vendrá a echarte una mano para dejar arreglado el problema-.

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Mulas riéndose del zagal

Ya más confiado el zagal, cargó las mulas y emprendió el camino del mercado, pero hete aquí que cruzando un arroyo medio seco una de las caballerías tropezó y se cayó desparramando la carga y sin acertar además a levantarse. El muchacho sin saber que hacer siguió el consejo paterno y comenzó a llamar a grandes voces a Doña Necesidad una vez y otra, pero el tiempo pasaba y la tal doña no aparecía. Así que el rapaz como pudo ayudó a la bestia a ponerse en pie y recogiendo la mercancía la volvió a cargar pudiendo así retomar el camino del mercado.

Cuando de regreso a la aparcería el chico contó su aventura no dejó de dar las quejas al padre acerca de que Doña Necesidad no se había molestado no ya en echarle una mano sino que ni siquiera había aparecido. -¿Cómo que no ha aparecido? Pues precisamente ha sido la pura necesidad quien te ha obligado a tomar la iniciativa y a que tú mismo te las ingeniases para solucionar la contrariedad-. No hace falta explicar la moraleja porque todos hemos pasado montones de veces por situaciones semejantes y tal vez sólo los ricos no tengan que invocar a la doña sino a mayordomos o consejos de administración.

Bueno, a lo que íbamos, apenas pasada la adolescencia siendo yo informático de los de antes es decir de capa y espada y mucha tarjeta perforada, a base de muchas privaciones, dolores de cabeza y de libreta de ¿ahorros? Conseguí un flamante dúplex para ¡por fin! independizarme de mi pesquisidora familia. Como antes las hipotecas rondaban incluso el 18% me las vi y me las deseé para poder instalarme y a base de los cuatro muebles viejos que había por los desvanes de mis abuelos, una tele en blanco y negro y algunos trastos que me dieron amigos y vecinos, pude al menos montar una dispar pero confortable vivienda que a mis veintitrés años era todo un reino.

El problema mayúsculo fue la cocina, pues no conseguí nada para ella, solamente un fogón de gas de esos de cuatro fuegos que llevan la bombona dentro y un frigorífico de tercera mano, lo justo para hacer el té y calentar algún congelado de mi madre con la que iba a comer todos los días que igual le daba guisar para cuatro que para cinco. Algunas latas variopintas consistían todo mi fondo de despensa. En realidad, aparte de abrir latas lo más sofisticado que sabía hacer era pinchar unas anchoas en corazones de alcachofas, todo de lata, y ponerles un poco de mayonesa.

Como no tenía en la cocina más muebles que una vieja mesa de mis padres y el fogón, durante varios meses la estancia sirvió de almacén de los más variopintos enseres, embalajes y cacharros que aún no había tirado o a los que no había encontrado aún el sitio adecuado. Como decía más arriba en ella solo podía hacer el té que servía en un precioso tu y yo regalo de mi padre.

Afortunadamente a los pocos meses a mi tía Maruja le dio el barrunto de cambiar sus antiguos muebles de cocina de formica y anchas puertas por algo mucho más moderno y con los muebles desechados pude disponer ya de una cocina donde al menos tener recogidos los archiperres propios a los menesteres guisanderos, tales como una docena de platos de la Cartuja con más de cien años y muchas mataduras, unos juegos de té y café con las piezas desparejadas, unas espátulas y cuchillos que regalaba una marca local de cafés por vales de compra y algunas potas, coladores, abrelatas y otras puñetas que me regalaron los amigos. Pero como seguía comiendo en casa de mis padres pocas fueron las cosas que hice en la cocina, si acaso algún experimento como natillas, gazpachos o con harina, aguardiente y Flan Chino, masilla para cebo con el que pescar barbos y carpas.

Los tiempos de la mina

Por entonces yo trabajaba en unas minas de carbón y estaba en excelentes relaciones con el departamento de geología, departamento al que llegó como becaria una geóloga llamada Mercedes que a más de inteligente y amena estaba de muy buen ver. Conseguí amigarme con ella y quedábamos para tomar algunas copas o salir al campo a fotografiar paisajes. Con la excusa de mi oportuno cumpleaños la invité a cenar a casa lo que aceptó con gusto. Llegado el día y tras una maratoniana sesión de limpieza casera y de ordenar trastos, me planteé el tema de la comida decidiéndome por un menú sin sobresaltos: una pasta alla puttanesca y unas gambas con salsa de curry. La primera receta la vi publicada en el Diario Córdoba y para la segunda además de unas gambas congeladas me hice de un frasco que pregonaba ser curry pero que en realidad era una especie de chutney agridulce y espeso que incluiría su correspondiente curry. No sabía mal.

A la hora de la pasta me di cuenta de que me faltaban algunos ingredientes, cosa que suplí con la imaginación, y también descubrí que para freír tomates es mejor pelarlos primero y que no era tarea fácil conseguir un punto aceptable en la fritura.

Llegó la noche y llegó Mercedes que se excusó por no haber tenido tiempo de buscar un regalo pero que lo haría al día siguiente. Un poco de charla, unas copas de vino, de vino bien bueno y bien caro, unos aperitivillos y a la mesa. Al comer la pasta no dejé yo de notarle algo raro, algo así como cuando a un coche la falla una bujía y cojea y petardea. Mercedes imperturbable más bien tenía cara de póker, pero con las gambas fue otra cosa. Como dije eran congeladas y ya peladas por lo que puestas en una antigualla de fuente las regué con goterones de curry y adorné con un poco de lechuga. Aquí ya Mercedes perdió la cara de póker y tras un par de gambas alegó algo de dolores propios de las mujeres que le quitaban el apetito esos días. Por mi parte yo noté que las gambas eran un tanto como de goma y poco sabrosas de manera que se quedaron casi intactas.

Un par de días después me invitó Mercedes a tomar unas copas y me hizo el prometido regalo. Evidentemente era un libro lo que me ya satisfizo de antemano pero al arrancar el envoltorio vi que era un tremendo libro de cocina de más seiscientas páginas donde se explicaban tanto las normas de urbanidad en la mesa como el uso de los aperos de cocina, la clasificación de pescados, aves y carnes y un nutrido recetario que abarcaba desde humildes guisotes regionales a recetas mas mundanas o internacionales. Felicidades -me dijo Mercedes dándome un par de besos y a la vez diciéndome al oído- espero que te guste, aquí se explica cómo hacer una puttanesca como es de recibo y también que las gambas quedan mucho mejor si se cuecen antes de servirlas…

Como no era en absoluto una indirecta humildemente me disculpé y quedamos que en breve la invitaría de nuevo a comer esta vez con garantías como así fue. Lo que nunca llegué a averiguar es cómo cocinaba Mercedes porque siempre que me invitaba íbamos a algún restaurante o mesón de Belmez o Fuente Obejuna donde había, ya no, algunos bastante buenos.

Con la ayuda de este libro y los sabios consejos de mi madre fui poco a poco metiéndome en los vericuetos de sopas, arroces, asados, pastas, bacalaos, etc. aunque con lo que nunca he experimentado ha sido con la repostería porque no me gustan las cosas dulces y además, por decreto (algún trauma infantil, seguro) jamás entrará en mi cocina ni en mis recetas el pollo. Podrán hacerlo palomas, perdices, pavos, tórtolas pero jamás de los jamases el pollo.

Descubrí entonces que en eso de la cocina había un cierto gusanillo que enviciaba y fui ampliando mi biblioteca culinaria, que tendrá ya casi doscientos títulos porque tengo que viajar con frecuencia y en todos los sitios que paro acostumbro a buscar recetarios del lugar y obras de autores locales para degustar tanto su gastronomía como su literatura.

Cocina 01

Marcando territorio

Entre pucheros y guisos resultó que estaba bien dotado para eso de la cocina, vamos que le cogía bien el punto al plato’ como dirían en mi pueblo, con lo cual acabo siendo casi siempre el mamporrero de sartenes y ollas en cuantas fiestas o quedadas hacemos los amigos, relegado siempre a la cocina aunque de vez en cuando alguien se apiade y me traiga un whisquicito con mucho hielo para aliviar los calores fogoneros.

Y ya que se me da bien no dudo, de vez en cuando en atreverme con cocinas difíciles como algunas cosillas de la cocina japonesa, la árabe o la de casa, la europea. Me suelen quedar estupendas algunas de las recetas de gulasch húngaro, que es un raro difícil y trabajoso guiso pero que engancha, o simplemente un chucrut o sauerkraut centro-europeo para acompañar a unas buenas salchicas o un stick tartare que para susto de comensales poco informados preparo de vez en cuando sin revelar toda su crudeza…

Así que aquí me teneis (cuando aprenda de una vez a hacer un blog) dispuesto a compartir algunas de mis variopintas experiencias por las cocinas de media España, algo del extranjero y mi propio territorio: mi cocina sacrosanta de donde no dudo espantar a la gente en cuanto se juntan más de dos o tres en ella.

Francisco J. Aute

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